Hans evocó la imagen de su amor e hizo de tripas corazón. Aceptó el consejo de las jóvenes, de quienes se despidió con un gesto de cabeza y la tierna advertencia de que cubrieran sus desnudos cuerpos o correrían el peligro de enfriarse con la inminente tormenta.
Volvió a internarse en el bosque, acompañado por las risas alegres de las damas que dejó atrás. Sus tripas crujieron, tan molestas como su garganta reseca.
Por suerte, Hans tenía buen sentido de la orientación y retomó de nuevo el rumbo que había abandonado. Una hora después, sus pies le condujeron al linde del bosque y suspiró agradecido. Hasta que la primera gota fría de lluvia cayó sobre su nariz.
Todavía quedaba algo de luz y Hans pudo distinguir la punta de la torre donde vivía su amor, allá en la lejanía. Aceleró el paso con la intención de escapar del bosque y olvidarse de él, pero en apenas un minuto la débil llovizna se convirtió en una chaparrón y Hans acabó empapado hasta las cejas.
No muy lejos de donde se encontraba, distinguió la entrada inconfundible a una cueva, situada junto a un roble majestuoso. «Tal vez podría guarecerme allí», pensó, «y esperar a que la lluvia se muestre más amable. Si hay algún animal dentro, lo espantaré con mi hacha».
Sus ojos se desviaron apenas un instante hacia la cúspide puntiaguda de la torre, que ahora le parecía más lejana, para volver de nuevo a la abertura oscura que daba acceso a la cueva; una cueva seca que, sin duda, estaría más cálida que el camino que tenía por delante.
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