Hans suspiró con pesar, seguro de haber tomado la decisión incorrecta, y le dio la espalda al noble animal. Dejó atrás el tentador claro y se internó de nuevo entre los árboles frondosos.
De algo le había servido ese breve descanso, se consoló. En el claro había podido vislumbrar el sol, apenas visible entre los espesos nubarrones, y al momento supo orientarse. Corrigió el rumbo que llevaba y dirigió sus pasos al oeste, donde sabía que se encontraba el hogar de su amor.
Durante el camino escuchó voces y susurros extraños a su alrededor, pero Hans se mostró decidido a ignorarlos. En una ocasión, incluso, le pareció distinguir la silueta de una bella mujer entre las sombras de los árboles. Hans suspiró y siguió adelante, abriéndose paso entre la maleza blandiendo con fuerza su hacha.
Al cabo de un rato, después de esquivar un tronco caído que entorpecía su paso, se dio cuenta de la terrible sed que tenía y desde ese momento no pudo pensar en nada más.
Se había ido precipitadamente del pueblo preocupado tan solo por contar con un arma, sin tener en cuenta el hambre o la sed. Según los cálculos que había hecho en la aldea antes de partir, si mantenía el paso ligero llegaría a casa de su amor a tiempo para la cena.
Pero ya no pensaba lo mismo. Siguió adelante, con el oído puesto en los murmullos y otros sonidos apagados que le rodeaban, y solo cuando reconoció el borboteo inconfundible del agua se desvió de su camino.
Tras unos minutos de correr desesperado y con la boca seca, frenó bruscamente cuando llegó a la orilla de un arroyo de aguas cristalinas.
Algo apartados de él, unos pájaros de plumaje oscuro y otros pequeños roedores del bosque rondaban las aguas y bebían de ellas con placer. Los animales marcharon al poco, ignorando la presencia de Hans, y se perdieron entre los árboles.
Hans decidió que las aguas no podrían perjudicarle y se agachó a beber con presteza.
—No bebas, humano —le detuvo una melodiosa voz. Al otro lado del estanque, un grupo de extrañas doncellas, tan hermosas como desnudas, reían entre ellas y se salpicaban con agua mientras miraban en su dirección. La más atrevida volvió a dirigirse a él—: Esas aguas no son para ti, mortal. Aléjate de aquí y vuelve con los tuyos. No regreses jamás.
Las otras secundaron los consejos de su compañera con risas y juegos. Hans las contempló por un instante y volvió a desviar su mirada a las aguas. La garganta le abrasaba y no sabía si tendría la fuerza de voluntad suficiente para continuar su camino sin beber nada antes. Tal vez si probaba una sola gota…
¿Qué harías tú en lugar de Hans?
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