Hans se agachó en la orilla y formó un cuenco con sus manos. Solo dio un pequeño sorbo, pero fue suficiente para que la cabeza le empezara a dar vueltas y las risas de las mujeres aumentaran su volumen de forma confusa y estridente, hasta que de repente se apagaron.
Hans parpadeó, pero la imagen del bosque inhóspito en tonos de gris que le mostraron sus ojos no pareció aclararse. Había oscurecido, se encontraba solo y a su alrededor la luz apenas alcanzaba el tupido suelo. Se miró las manos, aturdido e incrédulo al darse cuenta de que estaban salpicadas por cientos de arrugas. «Estas no son mis manos», pensó.
Hans se giró y con paso tambaleante se adentró de nuevo en el bosque. No notó que su cabello había emblanquecido, ni que las arrugas que cubrían sus manos se repartían también por todo su cuerpo. El hacha quedó en la orilla, olvidada.
Unos días después, su amor lo encontró vagando totalmente desorientado por el bosque. Hans balbuceaba y no reconoció al poderoso mago, pero este se lo llevó a su torre y lo cuidó hasta el fin de sus días (que no tardaron mucho en llegar).
FIN